Si el agua fuera carne
El trotamundos, desde el autobús de vuelta, especulará que el pedregal tomaría la costa levantina a degüello si no fuera por esos mares de césped particular, al margen y a la par de los de plástico, erizados de banderitas marcando hoyo y guarnecidos de aljibes clonadores de bóveda celeste donde chapotea indolente el futuro, mientras Carthaginesa contempla taciturna ese milagro que jamás se dio en el patio de su casa de arrabal, aunque también fuera particular. El trotamundos enloquecerá ante el grifo del hotel. Tal parece que el agua corriente y su deseo serán incompatibles, por no decir asincrónicos. El agua fluirá siempre y cuando retire las manos enjabonadas. Carthaginesa explica al trotamundos, ante unas quisquillas fritas y una polvorienta chumbera con cara de gripe aviar, la quimera del árbol del bien y del mal y la naturalidad del agua intermitente, esa realidad cotidiana que la tarde anterior lo asombrará tanto o más que aquel diluvio universal de veinte minutos. El pedregal, como impermeable del todo a euro, devuelve el agua a su origen en tumultuoso río callejero que otorga carácter marinero a los vehículos aparcados en doble fila. Grupos de visitantes comentarán estos prodigios ante el trotamundos en tanto Carthaginesa sonríe, ¿bajo el cielo protector?, como si la Gioconda, al unísono con Da Vinci e Isaac Peral, planeara alambrar el pedregal para exigir a los visitantes tributo en divisas sin economía submarina. Si el agua fuera carne y la carne verbo, acaso no gritaríamos: Agua para todos. Eso sí, corriente y sincronizada.
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