Nocturnos y claros de Luna
Enloquezco al recordar esas conversaciones donde las palabras se transforman en gritos susurrados entre silencios, mientras mis manos persiguen a ciegas el pan de tu cintura. Enloquezco porque nada hay más bravo, y más frustrante, que la pasión satisfecha a través de los pasos de una línea telefónica. Enloquezco porque mi imaginación, aun siendo poderosa, es insuficiente para satisfacer el ansia de manos y boca saboreando los estertores de tu humedad. Enloquezco porque los sueños disfrazados de fantasías publicitarias nunca concuerdan con la realidad. Enloquezco porque las voces inconfesables que genera tu cuerpo se hagan palpables —y el verbo se hizo carne—, y, por fin, mis manos, fuera de toda duda anochecida, reconozcan la fragancia de tu piel. Enloquezco por convertirme en el nombre de tu almohada y arrojar, látigo en mano, esa de látex afianzada entre tus muslos, como si creyera que pasará el resto de su inanimada vida en el mismo lugar. Enloquezco porque Chopin inventó los nocturnos antes que yo mismo, a la sombra de una Selene dormida en los brazos de su amante, y porque Debussy convirtió tus sueños despiertos en claro de Luna correteando por el piano de mi infancia.
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