Palabras famélicas
Luego del desayuno, café lechoso, vaso de agua y dos cigarrillos, me siento, aún adormilado, ante el procesador de textos, enciendo otro, ya sé que fumo en exceso, pero no puedo, o no quiero, evitarlo, y permito que las palabras fluyan. Desconozco si por inercia o presionadas por quimeras. Al menos, reconozco que bullen en mi cartuja cerebral, se deslizan hasta el estómago, hormigonera donde las haya, y, una vez encausadas y digeridas, retornan a su origen. La cuestión hubiera sido si regresan como poso muerto o como andanada de palabras obligadas a madurar hasta conformar el boceto de una idea. Lo pregunto en pluscuamperfecto, porque, día a día, registré ese tránsito como si de una fila de hormigas se tratara. Palabras ansiando alojarse en otras cartujas y otras hormigoneras, buscando ese enquistamiento que las reconocerá como útiles aunque nacieran inútiles, en el tiempo del sueño arrancado de raíz por los despertadores. Es cierto, uso dos. El primero de tono suave, anunciando al fatídico, que, cinco minutos después, atronará tímpanos, vibrando y pataleando sobre la mesilla de noche como un niño a quien se retira la teta de los vocablos automáticos. El corto viaje en tren y ese café lechoso, no menos corto, completan el alba. Lo primero que percibo cuando mis dedos arrasan el teclado es esa pasión loca, ese desfile interminable de hormigas tras un bocado que calme la glotonería de la hormigonera, pero nada puede aplacarla. Los vocablos, hambrientos por destino, están ahí desde el primer amanecer en que necesité un despertador que me avisara a tiempo de la implacabilidad del otro, y de la existencia de tantas palabras famélicas.
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